domingo, 1 de mayo de 2016

Te quiero.

La juguetona memoria de un niño de seis años, me recuerda abrazándote e intentando consolar el desconsuelo de una mujer muy alta de veintinueve (supongo que mi abrazo no pasaba de tu cintura). Olía a fábrica de galletas y una cinta de La Trinca o de Aute peleaba contra el silencio de aquel día esperando a que llegase la mudanza.

Luego, por las noches, te oía llorar la pérdida de nuestros padres desde mi cama.

El tiempo pasó y la misma fuerza que tuviste para estudiar una carrera difícil mientras nacían tres hijos, la tuviste para convertir aquella pequeña ciudad en una vida nueva para todos. Seguía oliendo a galleta, pero yo ya podía jugar a perder unas llaves a la semana en los lodazales que se formaban en la carretera de Almaraz; aquellos años en los que me tocó ser un poco menos niño de lo que era mientras sorteaba agujas con sangre en el Parque de la Marina.

Tal vez después llegó la paz, aunque yo la viviese en un Auto-Res de viernes domingo, y poco a poco pudiste disfrutar de pequeños viajes (que luego se hicieron tan grandes como para tocar el fin del mundo en Ushuaia, una manada de elefantes en el Kruger Park, las ruinas más bonitas del mundo en el Valle del Inca, o los glaciares de ese Chile que tanto sufriste y de esa Noruega que llegó tras un día de fiesta medieval).

Fuimos a más entierros. Crecimos. Con nuestros grandes pequeños defectos. Pero, siempre pensaste que eran más pequeños que grandes. A ratos pudiste dejar de sufrir y de tener pesadillas por las noches pensando en mi rodilla, o en los ratos malos que pasamos cada uno de nosotros.

Y por fin pudiste desatar las cadenas de un tablero de dibujo y reivindicar tu alma de zoóloga, de guarda forestal, de amante de perros y aves. Y entonces llegó tu cámara que siempre mejoró desde entonces hasta el punto de hacer unas fotos perfectas que parecen magia. Por fin pudiste tener un bercial, tu pequeño mundo lejos del ruido y de las preocupaciones que aun así nunca dejan de preocuparte del todo. Y por fin la calma del Atlántico, de un alcaudón con gambas.

Creo que nunca te di las gracias suficientes. Entre otras cosas porque es imposible poder agradecer tanto amor. Por dejarme crecer libre y confiar siempre en mí. Por recogerme, cuidarme, abrazarme y curarme cuando esa libertad y confianza se transformaba (se transforma) en un gran dolor. Por tantas noches al lado de mi cama de hospital, por tantos días de viaje hasta el médico o hasta alguna sala de rehabilitación. Por hacerme una persona exigente y responsable (perdona sin alguna vez te lo reproché). Gracias en fin, por ponerme siempre delante de ti.

Te quiero.

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