lunes, 18 de julio de 2016

Un  día de estos a la niña voladora le da por no volar sola y la factura del hotel nos da la gloria que parece confirmar que lo que antes otros te hicieron son cosas que ya no te pasan. Y hago una estrategia que dibujo con dos letras en tu espalda mientras sonríes y abres la cadena y entran las maletas en tu casa.

Y lloro tranquilo y sonriente mientras tomo un café y un rabo juega a darme los buenos días, se sienta a mis pies buscando el aire fresco de tu jardín y no deja de mirarme con cara tierna.

Cierro la maleta y te despierto por última vez, y te escucho un “quédate” con esa voz más infantil que de costumbre que te aparece cuando estás dormida. Y se me rompe el alma de alegría y pena.

Esta calle recta por la que avanza tu coche me vuelve a traer las mismas lágrimas tranquilas y sonrientes y tengo que secármelas cuando al fondo veo la rotonda que me hace cambiar de sentido para pasar por una casa en la que compartimos cervezas, ladridos, macarrones y huevos, y una intimidad que no sé si merezco pero que me hace sentir cómodo y feliz por encontrar un sitio que me parece mi sitio y en el que agradezco la bienvenida sincera, sin filtros ni frenos. Y hay una sonrisa de fondo que ha aprendido mi nombre y que me busca cuando volvemos a encontrarnos por la noche para que la lleve a hombros a saltar olas.

Esa intimidad y pasión de mar irrefrenable deja mis labios con sal, besos y algún mordisco suave (y no tan suave) y me lleva a una piscina donde de repente (tras tantas luces apagadas y tantas manos entre tu cara y la mía cuando te miro) tus ojos se hacen presentes y por primera vez, olvidan por completo tu momento y me dicen que me quieren sin miedos ni reservas. Y en ese momento me pareces aún más bonita y tus ojos, tan lindos por fuera, me dejan entrar en ti y comprobar que tu alma ya no está anestesiada aunque a veces siga necesitando sólo dos horas de planificación anticipada que después llevan a parar el reloj cuando te desnudas poquito a poco y me trepas. Y yo me desboco.

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