miércoles, 17 de agosto de 2016

Poco rato después de que nos hayamos levantado a quitar la luz del día, apareces. Suele llegar antes el sonido de las uñas de tus pezuñas. Después tu cara afilada vence a una puerta que sabes que se deja ganar con un pequeño esfuerzo. Aparecen tus ojos fijos que casi hablan. A veces se detienen a analizar la situación y otras, directamente ponen el punto de mira en el lado de la cama en el que buscarás caricias impulsando al pequeño vagón que tienes por cuerpo a ladearse a un lado y otro para aprovechar el mínimo hueco que te permite entrar en la habitación.

Ahora se escuchan más fuertes tus pezuñas, y tal vez nos despiertas. Aunque sabes que tu lado, el que te cuida, el que realmente te llena y te hace feliz está pegado al lateral de la puerta, a veces juegas con ventaja buscando mimos nuevos y menos exigentes, y es entonces el rabo golpeando la pared el que introduce nuevos ruidos que sustituyen a tus pisadas. Ante cualquier descuido (o ante la mayor bondad que hoy parecen tener los ocupantes de la cama) apoyas tu cabeza en el colchón y en los días más animosos te animas a subir una pata (o incluso dos) a las sábanas. Sabes que estás pasando el límite y que pronto escucharás su voz, pero el riesgo merece la pena una vez más.

Si la voz es fuerte esperas en la habitación de al lado, o vigilas en las inmediaciones de la puerta próximos movimientos, siempre tumbada, siempre generosa en tus esfuerzos por aguantar tu pis. Si la voz fue más suave buscas el hueco que queda entre la ventana y mi lado de cama y descansas después de resoplar placenteramente incluso sabiendo que hay peligro de que te pise cuando me despierte sin saber que te has quedado ahí.


Es entonces, cuando por fin me levanto en esta novedosa paz que me hace dormir las horas que nunca dormí, cuando mi cuerpo gruñe y tiembla feliz y siente las ganas de despertar con tus ruidos cada mañana.

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