martes, 8 de mayo de 2007


Se le han hinchado los tobillos, y parece que la vida le va a explotar poquito a poco por ahí.

Antes dejó de oír, y le pareció absurdo hipotecar sus últimos años de audición a un aparato que nunca quiso entender. Se convenció de que ya había escuchado suficiente y realizó una ferviente apuesta por percibir sólo aquello que le pareció oportuno.

Desde entonces no le hablo. Le grito…

Sus dientes se fueron yendo sin avisar, y los que subsistieron lo hacen abrazados a un pudrimiento fruto de cartillas de racionamiento e insuficiencia económica.

Y perdió las ganas de vivir.

La insuficiencia ahora es respiratoria y cardiaca según los médicos. Yo dudo de si es causa o consecuencia, pero la insuficiencia real es la anímica.

Te pregunta: “Pero hijo, ¿qué pinto yo ya aquí?”. Y las respuestas que siempre tengo para todo parecen esconderse tras 87 años de vida.

Ya no vale apelar a la invitación a su nieto a un refresco como único sentido de la vida. Le prohibieron el azúcar, y hace un mes que no ve más paredes que las de una alegre sala de Enfermería o las de un moderno hospital. No sé si podrá volverme a invitar a una coca- cola…

Se apaga… Se va… Comenzó a hacerlo en silencio hace tiempo.

Antes pasó la vida entregada a una aguja y a un dedal.

Y a su familia.

Y a los demás.

Ahora se aburre. Habla poco. No dice casi nada. Conoce la respuesta a su pregunta. Lo único que le queda por hacer en esta vida es lo único que aún no hizo.

Morirse.

Cuando me esfuerzo por ser el mismo nieto que ella como abuela mereció tener, me siento impotente.

Saco la baraja para empujar un poco las horas de su día. Sigue las reglas pero, si no la dejo ganar, nunca lo hace porque perdió la agilidad para discernir entre un naipe y otro.

Cuando me vence no se alegra. Ya no le alegra casi nada. Y nunca soportó ver perder a los que ella quiere.

Protesta cuando la fuerzo a caminar un pasillo de veinte metros, y le recuerdo que ella me engañaba para hacerme comer la papilla. Ya no avanza con su bastón y un eterno andador le lleva de regreso a estas infancias modernas de “taca- taca”.

Sigo empujando las horas de su día, las mismas que yo quiero frenar para mí. Le saco una sonrisa y es el mejor momento de nuestro día. De su día y del mío.

Mira el reloj. Sabe qué hora es. Es consciente de todo.

Se empieza a impacientar porque llevo allí demasiado tiempo y le está quitando muchos minutos a esas veinticuatro horas que últimamente no me llegan para casi nada.

Hasta para morirse piensa más en los demás que en ella misma…

Antes de casi exigirme “que me dedique a otras cosas que tendré que hacer” pregunta como siempre por todos.

Nunca se olvida de mi madre aunque hace más de veinte años que mi padre le robó una nuera.

Mi madre nunca se olvida de ella.

Me da entre ocho y dieciséis besos. Todos seguidos.


Aguanto el nudo en la garganta hasta entrar en el ascensor, y, casi llorando, intento cuadrar mi tiempo de mañana para pasar otro rato compartiendo una vida que hace ya que dejó de tener otro sentido que la muerte.


(Madrid, 23 de enero de 2007)

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