domingo, 28 de septiembre de 2008

Llega tarde como de costumbre. Pero avisa. Avisa siempre.

Le espero en la terraza de la Plaza del Humilladero frente a nuestro Bonano, con una jarra de cerveza que el médico me prohibió pedir y que yo utilizo como terapia para el olvido momentáneo sin encontrar mejor medicina que ésta.

Aunque dice que ha engordado en el cálido cobijo del retorno momentáneo al hogar materno, a mí me parece que está igual que hace casi tres años cuando me presenté para ser su jefe en los siguientes cuatro meses.

Entonces, sólo me pareció mucho más feo que su hermana.

Hoy, al reclamo de ésta, atraviesa La Latina y quince minutos después de lo acordado sonríe al ver mi viejo palestino y la gorra que me prestó y que el tiempo, nueve meses, ha acabado haciendo mía.

Caen dos jarras más. En la primera surgen sus dudas, sus miedos, su imperfección aceptada, su ferviente deseo de volverse a perder en arenas lejanas.

En la segunda se empapan hasta romperse cinco pañuelos de papel. Gastados ya un par de ellos, acerca su silla a la mía y, aunque no soy capaz de mirarlo (realmente no puedo fijar mis ojos en ningún sitio), siento su mano acariciando mi hombro y sus palabras de ánimo como la mayor fuerza que hoy he encontrado para que esta roca que nunca llega a la cima, al menos no ruede unos metros más pendiente abajo.

Miro a la luna antes de pagar 18 € por la terapia y, aunque ya no aspire a tenerla, me alegra que tres años después haya encontrado, donde sólo había un maravilloso enfermero desordenado, a alguien que sigue creyendo en mí, comprende que hago todo lo que puedo, me quiere y, pese a mis tropezones, está dispuesto a empujar conmigo la piedra montaña arriba para, desde lo más alto, ver juntos aquello que otros no quisieron ver conmigo: la luna.

1 comentario:

Mendozin dijo...

Es indecente que ese dibujo se parezca tanto a mí.