Aunque no me gusten las Navidades y menos los adornos que la acompañan, el lunes me reciben en el trabajo con una bola de árbol hecha a mano que me ilusiona, con dedicatoria e invitación a fiesta incluida, y, junto con el belén alternativo que mi santa madre me regaló el día de su cumpleaños, me voy introduciendo en la vorágine de cenas y brindis.
Se acuerdan de mí antiguos compañeros. Y me siento feliz entre viejos colegas de tres trabajos que quedaron atrás pero dejaron para siempre huella y amigos. Se acuerdan también los nuevos, los cuales antes de sentarme en la silla de un diáfano despacho ya me han puesto cubierto para su mesa.
Y parece que el año se vuelve simétrico en su estructura y me devuelve los abandonos que causé. Pero me siento más arropado que nunca cuando me acomodo en un estrecho bar de Cuatro Caminos, cuando la improvisación nos lleva algo más allá del Gambrinus de Fuencarral, cuando la verja de Arganda se transforma en sabrosas viandas y cuando seis años después la buena samaritana se acuerda de mí desde Carabanchel.
Y entonces entra el frío por la ventana y me peleo con el mando de la calefacción y a media mañana me invade la necesidad de manga corta. Pero miro de frente y a un lado y veo a quien, sin necesidad, siguió confiando en mí. Y entonces me cuesta menos aguantar las lágrimas pensando en aquella bañera que me quitó un trozo de vida, en un puente de mayo que me dejó sin familia o en una celebración de Eurocopa vestida de conductor rebelde y campechano sin fuerzas para seguir con la pelea.
Y cuando vuelven las ganas de llorar me acuerdo de ti que me estás leyendo y que sé que me quieres. Y entonces se estrechan las distancias a Bolivia, a Tinduf y a Maputo y tras muchos años de ignorarlo me hago consciente de que te necesito. A ti, que me quieres y que me estás leyendo.
Y me gusta. Me gusto. Un poquitín más que antes. Aunque me siga gustando un poco menos que a ti que me invitas a tus cenas navideñas.
Se acuerdan de mí antiguos compañeros. Y me siento feliz entre viejos colegas de tres trabajos que quedaron atrás pero dejaron para siempre huella y amigos. Se acuerdan también los nuevos, los cuales antes de sentarme en la silla de un diáfano despacho ya me han puesto cubierto para su mesa.
Y parece que el año se vuelve simétrico en su estructura y me devuelve los abandonos que causé. Pero me siento más arropado que nunca cuando me acomodo en un estrecho bar de Cuatro Caminos, cuando la improvisación nos lleva algo más allá del Gambrinus de Fuencarral, cuando la verja de Arganda se transforma en sabrosas viandas y cuando seis años después la buena samaritana se acuerda de mí desde Carabanchel.
Y entonces entra el frío por la ventana y me peleo con el mando de la calefacción y a media mañana me invade la necesidad de manga corta. Pero miro de frente y a un lado y veo a quien, sin necesidad, siguió confiando en mí. Y entonces me cuesta menos aguantar las lágrimas pensando en aquella bañera que me quitó un trozo de vida, en un puente de mayo que me dejó sin familia o en una celebración de Eurocopa vestida de conductor rebelde y campechano sin fuerzas para seguir con la pelea.
Y cuando vuelven las ganas de llorar me acuerdo de ti que me estás leyendo y que sé que me quieres. Y entonces se estrechan las distancias a Bolivia, a Tinduf y a Maputo y tras muchos años de ignorarlo me hago consciente de que te necesito. A ti, que me quieres y que me estás leyendo.
Y me gusta. Me gusto. Un poquitín más que antes. Aunque me siga gustando un poco menos que a ti que me invitas a tus cenas navideñas.
2 comentarios:
Pues sí nene, se te lee y se te quiere. Gracias una vez más por lo quedas. Organizaré una okupación en tu casa, pero pónmelo un poco más difícil, joer que siempre abres la puerta de par en par y así no hay emoción.
Feliz año wapo!!
un abrazo enorme
"brindemos porque hoy es siempre todavia"
Publicar un comentario