sábado, 8 de agosto de 2009


Tres años después regresa al mismo lugar. Peor. Pero con un optimismo que no sabe de dónde le ha caído repentinamente. Tal vez la desesperación y la esperanza sean más amigas de lo que aparentan.

El que está enfrente es otro señor, uno más. Seguramente le dirá lo que tantas veces escuchó.

La estancia es tan igual a las de siempre que comienza a sudar recordando viejas batallas libradas allí mismo.

Antes casi de saludar le espetan el tan repetido discurso, justo lo único que no quiere oír: “Es que esto no tiene solución”.

La tortura comenzó hace diecisiete años (dieciocho, tal vez, qué más da). Se fue agravando. Se agrava de forma imperceptible cada día. Cada vez más. ¿Hasta dónde?

Él no se da cuenta, pero todas sus decisiones y reacciones, todas, sin importar la importancia, están condicionadas por ese dolor.

No le excuso, pero estoy convencido de que su carácter sería otro. Su profesión no sería la misma. Su vida no tendría nada que ver. Sus costumbres no se parecerían en casi nada.

Estoy seguro de que la alegría y el entusiasmo hubiesen tenido su oportunidad en él.

No me cabe ninguna duda de que sería más sociable, menos solitario, menos huraño, más agradable, más positivo y menos cínico. Sé que dejaría lugar a la fiesta, a la improvisación, al cansancio desmedido.

Pero nada de esto es real. No puede. Aunque nadie lo entienda. Aunque él no lo entienda. Aunque yo no lo entienda. No puede. Ni tiene solución.
No lo excuso, pero le perdono la tristeza.