No sé por qué suena Muchachito en el móvil cantando que él hasta ayer sólo fue un holgazán, mientras elevo la cabeza hasta perderme otra vez en la inmensidad de la altura del Costanera Center. Al fondo, la cordillera domina Santiago, hoy más blanca que nunca.
Hay un sol radiante de invierno que reconforta el paseo por Sanhattan.
Tengo una casa de colores con vestidor y un sofá feo al que compré una funda verde. Le falta un cristal de 50x40 y un par de clavos que acojan al Che y a mi poco gusto a la obdiencia. Al salir a la izquierda me choco con un caballo gordo de Botero y con un parque con encanto que termina en el intento de río que es el Mapocho.
Paso algunas horas al día en una oficina blanca con vistas a un patio en el que el que manda es un árbol de hojas amarillo intenso. Y creo que nunca tuve un lugar de trabajo en el que me sintiese tan bien y hubiese esta calma.
Me escapo a las montañas del Maipo, y me espera una cabaña, por sorpresa, junto al mar en Maitencillo mientras beso la estrella roja sobre una bandera verdiblanca. A la vuelta, el Villarica será aperitivo de unas Torres del Paine que acabarán en el Perito Moreno. Y empiezo a querer un poco más los troncos retorcidos de mi olivo de El Bercial.
Acepto invitación a un cumpleaños sin singstar de alguien a quien ni siquiera conozco y me agrada la acogida cariñosa de un cine con imágenes de San Ignacio de Loyola.
Echo de menos a Raúl y prefiero no pensar en el 22 de agosto, ni en las tapas del Almería, ni en los buitres del verano de Bernuy.
Gano al comunio también desde acá casi antes de empezar.
Y te echo de menos a ti que me lees (y a ti que no me lees también) mientras el calendario suma treinta y seis días y voy sembrando trabajo con la incertidumbre inquieta de no saber cuándo y cuánto fruto tendrá la tierra callada, el sudor, el agua y los planetas unidos. Y sueño con una noche en Atacama llena de casualidades y con una visita a Trujillo.
Y entonces pienso que como no es lo mismo estar conforme que tener que conformarse, aquí no se rinde nadie.
Hay un sol radiante de invierno que reconforta el paseo por Sanhattan.
Tengo una casa de colores con vestidor y un sofá feo al que compré una funda verde. Le falta un cristal de 50x40 y un par de clavos que acojan al Che y a mi poco gusto a la obdiencia. Al salir a la izquierda me choco con un caballo gordo de Botero y con un parque con encanto que termina en el intento de río que es el Mapocho.
Paso algunas horas al día en una oficina blanca con vistas a un patio en el que el que manda es un árbol de hojas amarillo intenso. Y creo que nunca tuve un lugar de trabajo en el que me sintiese tan bien y hubiese esta calma.
Me escapo a las montañas del Maipo, y me espera una cabaña, por sorpresa, junto al mar en Maitencillo mientras beso la estrella roja sobre una bandera verdiblanca. A la vuelta, el Villarica será aperitivo de unas Torres del Paine que acabarán en el Perito Moreno. Y empiezo a querer un poco más los troncos retorcidos de mi olivo de El Bercial.
Acepto invitación a un cumpleaños sin singstar de alguien a quien ni siquiera conozco y me agrada la acogida cariñosa de un cine con imágenes de San Ignacio de Loyola.
Echo de menos a Raúl y prefiero no pensar en el 22 de agosto, ni en las tapas del Almería, ni en los buitres del verano de Bernuy.
Gano al comunio también desde acá casi antes de empezar.
Y te echo de menos a ti que me lees (y a ti que no me lees también) mientras el calendario suma treinta y seis días y voy sembrando trabajo con la incertidumbre inquieta de no saber cuándo y cuánto fruto tendrá la tierra callada, el sudor, el agua y los planetas unidos. Y sueño con una noche en Atacama llena de casualidades y con una visita a Trujillo.
Y entonces pienso que como no es lo mismo estar conforme que tener que conformarse, aquí no se rinde nadie.
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