Una foto borrosa en forma de croquetas caseras me transporta
al Springfield de Gran Vía. Es invierno y hace frío en Madrid.
Mientras miro una sudadera para ampliar mi amplio fondo de
armario tu mirada y la mía se cruzan. No te veo yo antes que a ti, ni tampoco
sucede al revés. No sé por qué tu cara se llena de tanta sorpresa como la mía,
e inmediatamente, soltamos la ropa que hay entre las manos y nos abrazamos. Me
abrazas. Porque en cuanto me rodeas me deshago, me hago pequeño, me hundo hasta
casi desaparecer. Y lloro. Y lloro. Y sigues abrazándome para que no deje de
llorar.
Cuando me calmo te miro otra vez. Estás tan lindo como
siempre, aunque se ha quedado una mueca de bloqueo en tu cara que no consigo
que se vaya pidiéndote perdón por mi tristeza.
Llevas prisa, tal vez yo también, pero ninguno de los dos
queremos irnos sin al menos poder decir algo más que lágrimas y abrazo.
Te invito a un café a precio chileno en el cual intento
calmarme, y tal vez lo consigo hasta que algún hermano te llama al móvil y sigo
llorando porque no hay motivo para dejar de hacerlo.
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