Suena el teléfono y tras tu “felicidades”, apenas dejas
tiempo para que te dé las gracias. “Tengo malas noticias” te escucho con tono
triste, apagado y nervioso. Entonces, parece que el mundo se vuelve frágil y
que todo se desmorona otro poco más.
Creo que no soy capaz de escuchar el resto de cosas que me
dices. Mientras hablas, mi cabeza se ha marchado a cenar choripanes al patio de
un hostal junto a la Plaza de San Francisco; intentáis convencerme de
que la vida no es una puta mierda. Luego nos sentamos en Tirso de Molina y sale
el sol y la cerveza, y no para de llover junto a la Ría mientras ella graba un
vídeo africano para explicar dónde estamos a su pequeñito.
Te sigo escuchando pero he vuelto a irme a Sopocachi donde
suenan las cholitas antes de entrar en mi habitación para llevarme de vuelta a
unas huellas de dinosaurio en Ribadesella. Y mientras ella aprende a caminar
nos comemos un bocata en Licenciado Poza cerca de la Plaza Mayor cuando da las
horas un carrillón de Mingote y aparece por primera vez en mi vida una niña con
k.
No quiero asimilar lo que dices porque estoy en Papel Pampa
comiendo el chuño que dejáis en vuestros platos mientras repartimos hoces y
martillos y tomamos una sidrina (que por cierto, me sienta mal) en Gijón y aparezco fatigado subiendo la cuesta de Zamácola y esperando otro avión de
Tindouf que siempre se retrasa porque está paseando por las rampas de Lastres.
Y antes de colgar sólo vuelvo a pensar que nunca debisteis
convencerme de nada porque yo tenía razón. Y aunque el mundo se viene abajo,
otro poco, siento más intensamente que nunca que estéis donde estéis y hagáis
lo que hagáis os querré eternamente.
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