En la esquina de Corrientes con San Martín, mi cuerpo se
levanta de la silla impulsado por la taquicardia y por otro salto (casi tan
elevado como el mío) que, a 9.600 kilómetros de distancia lleva un balón de
décima a la red (cómo no te voy a querer). El bar se gira ante mi grito eufórico
y mi brinco repetido ante el televisor, y mi memoria empieza ahora a recordar caras
poco amigables, no sé si por mi espontaneidad poco educada o por la tonta simpatía
hacia unos colores que nacieron marcados por la derrota de nuestra victoria.
Pido ron para pausar el ritmo de mis nervios y celebrar lo que entonces ya se sabía cómo acabaría, y suspiro con tres cuartos de alegría y otro poco de alivio mientras tú me miras
de reojo alucinada por mi forma de vivir algo tan banal.
La Plaza Dorrego continúa acogiendo al mismo bar en el que nos
sentamos hace años a beber Quilmes mientras escuchábamos a alguien haciendo
versiones en directo. Cuelgan las mismas sillas del techo y el escenario es aquel que era, tan
pequeño como desproporcionado para las dimensiones de este vetusto local.
Caminito y su Bombonera nos regalan un día de sol que
remarca los colores de aquellos marineros italianos que hicieron de estas calles
un paseo de cuento comiendo pipas (saladas).
El Luna Park me conquista ya desde fuera con sus luces rojas
en la noche cerrada. Una vez dentro hace algo en mi piel para que ésta pierda
la suavidad durante más de tres horas y se erice ante la inmensidad de un lugar
demasiado impresionante como para ser verdad. Me transporto a un libro de
versos con sabor a palestino y a tu cuerpo sobre el mío y después a Elda, donde
un uruguayo mejor que Godín me hace disfrutar de unas horas que parecen un
sueño. Y pienso en si merecerá la pena volver a un concierto si no es en un
solar limitado por Bouchard, Lavalle, Corrientes y Madero.
Palermo nos invita a un café con Cortázar, eneagramas
y El País del día con sus columnas del dominical. Un taxista bostero se sorprende e indigna porque
hayamos cruzado el charco para vivir donde vivimos, mientras nos anima a dar
media vuelta antes de llegar al aeropuerto para evitar lo que él considera gris
y aburrido.
Cambiamos el sol de Ezeiza por la espesa niebla del Arturo
Benítez. Cristian no nos intenta convencer de nada, y al llegar a casa, no me
siento reconfortado como siempre ocurre cuando después de un viaje, por fin
vuelves a casa.
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