lunes, 14 de marzo de 2016

Está tranquila, parece que cómoda, con una cara que cada vez es menos la suya pero que sigue derrochando bondad.

Tiene pijama de hospital y por único cable el que la une al oxígeno que desde hace tantos años juega a mantener su vida y su consciencia. La boca abierta (que apenas come tres cucharadas de yogur al día) y algo rígida, ya casi sin dientes podridos. Está limpita y suave y dan muchas ganas de abrazarla. Se despierta cuando entro (tal vez ya estuviese despierta, pero me gusta más pensar que se ha despertado al oír la voz o al oler el olor de su nieto favorito). Abre los ojitos, con un esfuerzo tan encomiable que se me hace un nudo (otro) en la garganta. Me pongo muy cerca de ella para que me vea. Aunque sólo vea una mancha, sé que sabe qué mancha soy. Le saco la manita de debajo de las sábanas, y aunque no haga fuerza, la acomoda para que pueda acariciarla.

Me acerco al oído derecho, ése que se supone que todavía es capaz de percibir algún sonido y grito en el silencio cruel de esta enfermería: “te quiero”, “te quiero mucho”, “gracias por todo”.


Lloro.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Sabía que le ibas a dedicar una entrada. Sabía lo mucho que la querías. Y se lo mucho que la vas a echar de menos.

Andrea Gil dijo...

Perdón por la tristeza..