lunes, 31 de agosto de 2015

Aunque todos los caminos llevan a Concha Espina, se me hace extraño haber perdido el ritual del 27, donde me sentaba siempre en la última fila para reducir las posibilidades de que algún abuelo con mejores rodillas que yo me hiciese levantarme para ceder el asiento. Leía. Sonaba la voz de González, Castaño y Lama, y ese ratito de Castellana arriba formaba parte de un ritual de sosiego en el que predominaba mi por entonces menos marcada tendencia al yo.

Hoy camino extraño por esta nueva ruta a pie que hace sufrir al oblicuo y al dorsal ancho de mi lado derecho mientras subo la leve cuesta de Juan XXIII. Me bloqueo por un instante extraño y doloroso cuando Jerónima Llorente saluda a Juan Pradillo y en la radio de un Megáne canta Oliveros gol.

Ya no leo.

Pero recupero el tercer anfiteatro del fondo sur, como el que encuentra el juguete favorito que una tarde perdió. Y mi vista se pierde en un verde perfecto mientras mi cabeza se va al Monumental donde la barra aprieta y siempre gana el Cacique. Y aunque no sea el mismo de entonces, cuando salgo lo hago deprisa, como si tuviese que correr para no perder el autobús dirección Embajadores, y paseo de vuelta hacia un horizonte de piso 15, Casa de Campo y A-6. Que veintitrés años no son nada. Cómo no te voy a querer.

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