Una mariposa te abraza en la siesta y deshace el nudo de las
siete y media. Tu madre (larga, como una rubia en Argumosa que se da cuenta de su
mano en tu tobillo) vence pesadillas y hoy también sonríe al pensar en la
frecuencia de tus viajes de trabajo y en conciertos de Loquillo con unos amigos
de Madrid.
Para la lavadora y mientras tiende junto a la ventana en la
que no le dejabas abrazarte para no descontrolar una cena con maltrato de
camarero, tu sonrojo le sonríe desde la cama y dos latas de cerveza que no son
de mahou, brindan por un rato de playa en el que Mil soles espléndidos acompañarán vuestra arena mientras te apoyas
en su pecho y disfrutas del silencio de Tombuctú.
El teléfono trae dolor, intimidad, complicidad e ilusión
pidiendo a cambio sólo unas pocas horas de sueño. Son las horas que no dormís
cuando le desabrochas la camisa por primera vez y te sientes tranquila, segura,
confiada y querida en esos brazos que hace unos minutos abrazaban tus bloqueos
y alejaban los fantasmas de tu infancia para que sientas que las cosas que otros
te hicieron son cosas que ya no te pasan.
Entra la luz que anoche pretendía ocultar la perfección de
tu cuerpo y tu cintura, y la vergüenza cuando te mira un par de segundos
seguidos, y lejos de desear que se vista en el baño y se vaya en silencio, le
pides que llegue tarde al trabajo. Y te mueves y tiemblas con su mano en tu
sexo.
Él aguanta las lágrimas hasta justo el momento en el que se
da la vuelta sin ni siquiera verte marchar, después de un beso fugaz en una
columna al lado de un baño. Y antes de que pase un minuto tu whatsapp le dice
que le echas de menos.
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