Un día de estos a la
niña voladora le da por no volar sola y la factura del hotel nos da la gloria
que parece confirmar que lo que antes otros te hicieron son cosas que ya no te
pasan. Y hago una estrategia que dibujo con dos letras en tu espalda mientras
sonríes y abres la cadena y entran las maletas en tu casa.
Y lloro tranquilo y sonriente mientras tomo un café y un
rabo juega a darme los buenos días, se sienta a mis pies buscando el aire
fresco de tu jardín y no deja de mirarme con cara tierna.
Cierro la maleta y te despierto por última vez, y te escucho
un “quédate” con esa voz más infantil que de costumbre que te aparece cuando
estás dormida. Y se me rompe el alma de alegría y pena.
Esta calle recta por la que avanza tu coche me vuelve a
traer las mismas lágrimas tranquilas y sonrientes y tengo que secármelas cuando
al fondo veo la rotonda que me hace cambiar de sentido para pasar por una casa
en la que compartimos cervezas, ladridos, macarrones y huevos, y una intimidad
que no sé si merezco pero que me hace sentir cómodo y feliz por encontrar un
sitio que me parece mi sitio y en el que agradezco la bienvenida sincera, sin
filtros ni frenos. Y hay una sonrisa de fondo que ha aprendido mi nombre y que
me busca cuando volvemos a encontrarnos por la noche para que la lleve a
hombros a saltar olas.
Esa intimidad y pasión de mar irrefrenable deja mis labios
con sal, besos y algún mordisco suave (y no tan suave) y me lleva a una piscina
donde de repente (tras tantas luces apagadas y tantas manos entre tu cara y la
mía cuando te miro) tus ojos se hacen presentes y por primera vez, olvidan por
completo tu momento y me dicen que me quieren sin miedos ni reservas. Y en ese
momento me pareces aún más bonita y tus ojos, tan lindos por fuera, me dejan
entrar en ti y comprobar que tu alma ya no está anestesiada aunque a veces siga
necesitando sólo dos horas de planificación anticipada que después llevan a
parar el reloj cuando te desnudas poquito a poco y me trepas. Y yo me desboco.
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