Poco
rato después de que nos hayamos levantado a quitar la luz del día, apareces.
Suele llegar antes el sonido de las uñas de tus pezuñas. Después tu cara
afilada vence a una puerta que sabes que se deja ganar con un pequeño esfuerzo.
Aparecen tus ojos fijos que casi hablan. A veces se detienen a analizar la
situación y otras, directamente ponen el punto de mira en el lado de la cama en
el que buscarás caricias impulsando al pequeño vagón que tienes por cuerpo a
ladearse a un lado y otro para aprovechar el mínimo hueco que te permite entrar
en la habitación.
Ahora
se escuchan más fuertes tus pezuñas, y tal vez nos despiertas. Aunque sabes que
tu lado, el que te cuida, el que realmente te llena y te hace feliz está pegado
al lateral de la puerta, a veces juegas con ventaja buscando mimos nuevos y
menos exigentes, y es entonces el rabo golpeando la pared el que introduce
nuevos ruidos que sustituyen a tus pisadas. Ante cualquier descuido (o ante la
mayor bondad que hoy parecen tener los ocupantes de la cama) apoyas tu cabeza
en el colchón y en los días más animosos te animas a subir una pata (o incluso
dos) a las sábanas. Sabes que estás pasando el límite y que pronto escucharás
su voz, pero el riesgo merece la pena una vez más.
Si la
voz es fuerte esperas en la habitación de al lado, o vigilas en las
inmediaciones de la puerta próximos movimientos, siempre tumbada, siempre
generosa en tus esfuerzos por aguantar tu pis. Si la voz fue más suave buscas
el hueco que queda entre la ventana y mi lado de cama y descansas después de
resoplar placenteramente incluso sabiendo que hay peligro de que te pise cuando
me despierte sin saber que te has quedado ahí.
Es
entonces, cuando por fin me levanto en esta novedosa paz que me hace dormir las
horas que nunca dormí, cuando mi cuerpo gruñe y tiembla feliz y siente las
ganas de despertar con tus ruidos cada mañana.
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