Otra vez siento bajo
mis talones el costillar de Rocinante, vuelvo al camino con mi adarga al brazo.
Aunque apetece una cabezada mientras el tren vuela Despeñaperros,
el periódico me ha puesto los ojos vidriosos de Saramago y se acumulan
emociones mucho más compatibles con las teclas de este nuevo portátil que con
el confort del sueño.
Una chica que sonríe a mi lado lee en castellano, aunque
antes escribía en un idioma extraño, tal vez alemán, en una modesta libreta. Me
gusta la gente que sonríe. Me gusta la gente que escribe.
Empiezo a hacerlo otra vez después de algunas semanas duras
en las que la adarga se quedó de nuevo escondida y al pecho descubierto sólo le
quedaba opción de sangrar. Ahora sonrío yo. Me sigo reconociendo en estas
pequeñas batallas perdidas contra el poder que me rodea. El poder doméstico de
la gente mediocre que malvive agarrada a su silla imponiendo los privilegios
que dan un cargo mal llevado, la piel de cordero de lobos hambrientos de
miserias personales, la mentira que se coge antes que al cojo que escribe, la
falta de escrúpulos sin la obligación de la despedida.
Gente con crucifijo en el cuello, vendedores de buenrollismo con palabras tan vacías
como zafias. Gente que se asusta con Donald Trump, cuando son uno de ellos. No
vale poner el grito en su cielo por los muros de Méjico cuando Melilla tiene
una valla con concertinas (es trampa).
Cobardes que pelean cinco (más los que hagan falta) contra
uno desde un castillo de vídeo en el que Dios habla, sus apóstoles obedecen y a
mí, ahí abajo, me llegan cubos de agua hirviendo mientras su soberbia cava día
a día su propia tumba.
El mundo da asco sí. Pero no da asco por lo que cuenta el
periódico. Sino porque lo que cuenta el periódico es reflejo del hijo de puta
que ahora mismo tienes al lado en tu oficina. Un tipo con tantas carencias que
cuando cuestionas su doctrina sólo sabe ejercer la violencia contra ti. La
violencia como ejercicio del poder. Del poder por poder. El mundo da asco
porque este tipo te mira con suficiencia mientras se dedica a despreciar tu
inteligencia (típico error por el que los soberbios acaban cayendo).
El tren ha parado en Córdoba y la chica se ha bajado.
Seguirá sonriendo.
Yo también sonrío. Cada día más. Me siento libre y buena
persona. Y soy más inteligente de lo que Dios cree, por eso hace tiempo que
decidí preferir morir de pie tantas veces como haga falta.
Si puede ser, contigo, y con unas pezuñas que me despierten
cada mañana.
Ladran, luego
cabalgamos.
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