martes, 7 de agosto de 2018

Pocas veces la vida (la mía al menos) se ha presentado tan intensa, tan profunda, tan bonita, con tanto sentido como aquella noche de hace un mes en la que sólo dejabas de llorar (tú que no lloras nunca) cuando me tumbaba de lado contigo en el suelo, ponía mi mano en tu lomo, o en tu carita de lápiz y te canturreaba canciones de Extremoduro y de Juanito Makandé y con tu silencio y calma, las lágrimas se venían a adornar mis ojos.

Después no volviste a llorar y nos sigues dando lecciones de fuerza, de amor, de felicidad ante las cosas pequeñas, desde tus quince centímetros de cicatriz y tus pequeñas carreras a tres patas con el rabo alocado porque has escuchado el silbido con el que te saludo cada viernes de reencuentro.

Sonó el teléfono. Si hubiese sido un número desconocido la llamada se hubiese perdido en los pinares del chiringuito La Gola o en las olas que este año no rompían Manta Rota. Pero eras tú. “Te voy a sacar de ese agujero negro en el que pasas tus días”. Y no sé si es tan negro pero el caso es que me has sacado. Sin despeinarte (porque hace años que el peine desapareció de tu cabeza) y con cinco mil euros que no sé de dónde salieron pero que te hacen escribir con tu habitual socarronería que soy tu fichaje estrella, sin pago de cláusula de rescisión, y que me vais a cuidar. Y sonrío descontando los días de Termibus en San Mamés.

Y me recuerdas que hacer el bien sale caro. Y sin saberlo me haces volver a sentirme. A despertar. A ilusionarme. A cerrar el puño derecho. A saborear la amistad muy por encima de la cuenta corriente. A quererme. A echar de menos Lavapiés. Y a empezar a querer el Valle del Cauca.

Y hay un abrazo que duerme mientras yo canto y tú lloras. Pero que despierta conmigo y me cuida eternamente camino de cumplir el sueño del cielo de Madrid

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