Pocas veces la vida (la mía al menos) se ha presentado tan
intensa, tan profunda, tan bonita, con tanto sentido como aquella noche de hace
un mes en la que sólo dejabas de llorar (tú que no lloras nunca) cuando me
tumbaba de lado contigo en el suelo, ponía mi mano en tu lomo, o en tu carita
de lápiz y te canturreaba canciones de Extremoduro y de Juanito Makandé y con
tu silencio y calma, las lágrimas se venían a adornar mis ojos.
Después no volviste a llorar y nos sigues dando lecciones de
fuerza, de amor, de felicidad ante las cosas pequeñas, desde tus quince
centímetros de cicatriz y tus pequeñas carreras a tres patas con el rabo alocado
porque has escuchado el silbido con el que te saludo cada viernes de
reencuentro.
Sonó el teléfono. Si hubiese sido un número desconocido la
llamada se hubiese perdido en los pinares del chiringuito La Gola o en las olas
que este año no rompían Manta Rota. Pero eras tú. “Te voy a sacar de ese
agujero negro en el que pasas tus días”. Y no sé si es tan negro pero el caso
es que me has sacado. Sin despeinarte (porque hace años que el peine desapareció
de tu cabeza) y con cinco mil euros que no sé de dónde salieron pero que te
hacen escribir con tu habitual socarronería que soy tu fichaje estrella, sin
pago de cláusula de rescisión, y que me vais a cuidar. Y sonrío descontando los días de Termibus en San Mamés.
Y me recuerdas que hacer el bien sale caro. Y sin saberlo me haces volver a sentirme. A despertar. A
ilusionarme. A cerrar el puño derecho. A saborear la amistad muy por encima de
la cuenta corriente. A quererme. A echar de menos Lavapiés. Y a empezar a
querer el Valle del Cauca.
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