miércoles, 9 de julio de 2008


Trescientos sesenta y cinco días después sus tobillos siguen igual de hinchados, pero no se percibe ningún atisbo de fuerza que pueda facilitarle explotar por sitio alguno.

Cambió el año sola. Como yo. Pero desde mi película no se me olvidó mandarle un beso en forma de uva. Y sé que a las doce brindamos en el Círculo Polar de sus sueños por los días que vendrán, aunque ella no quiera que vengan.

Ha dejado de andar y ya no la fuerzo a dar paseos inútiles. Se ha encogido aún más pues pasa sus días sentada en un sillón incómodo de manejar. Para mirarla a la cara, pongo a prueba mis rodillas y me mantengo unos segundos en cuclillas.

Creo que las cartillas de racionamiento se han llevado, sesenta años después, algún otro diente a causa del pudrimiento.

Ya no la atienden ni en hospitales ni en enfermerías y parece que alguien se ha dado cuenta de lo que yo percibí hace tiempo. Se muere.

Ha cambiado su frase de: “¿qué pinto yo aquí?” por la más contundente de: “si es que no tengo ganas de vivir”, y para llenar de ruido ese momento, enseguida le propongo jugar al dominó.

Cambió éste por las cartas no sé si por gusto o por conservar mayor facilidad para distinguir puntos negros respecto a sotas y reyes. Tira la ficha a colocar y hace un pequeño esfuerzo por acercarla al extremo correcto con su mano izquierda. La derecha se ha olvidado de obedecerla.

Según los días aguanta hasta tres o cuatro partidas cada una de las cuales es más lenta, dura más y está más llena de gestos de cansancio.

Ahora ya no hay agujas ni batas de hospital. Le cambiaron a la planta de “no válidos” cuyo nombre, por aberrante, no me detengo a analizar. En la sala común, donde vegeta desde que la levantan hasta que la acuestan, conviven mezclas de demencias cuya expresión, al contrario que la de ella, se suelen caracterizar por estruendosos gritos, babas que hacen caso a Galileo y frases que se repiten una y otra vez.

El rato que pasamos juntos se agota. De tener que prestar atención. De que la muevas. De hablar. De escuchar lo poco que oye. Pero sé que disfruta los momentos en los que la alejas de ese cementerio donde desprecian los últimos días (meses, años, ¡qué más da!) de una vida que no mereció acabar así.

En su pérdida de ganas por vivir arrastró su interés por los demás. Supongo que ha entendido que tiene que concentrar todas las fuerzas en sí misma si quiere dejar de sufrir pronto. Aun así continúa preguntando por todos, siempre conservando el extraño sexto sentido que la acompaña en estos últimos años.

Le cuesta más expresar la alegría que siente al verme. También la tristeza de la despedida. Sin embargo, no permite que me vaya sin darme sus besos, aunque yo intente ahorrárselos con el fin de que conserve esa energía para poder coger la cuchara de la sopa de la cena.

La dejas sentada y con los frenos echados. Te sientes mal. Aunque ella debe de sentirse peor.

Dudas de que estas funcionarias a las que les cuesta darte las buenas tardes y apartar la mirada de las revistas del corazón la puedan tratar con un poco de cariño. Te sientes muy mal.

Te pones el abrigo y rápido llega la música a tus oídos en forma de cascos y móvil. Y aunque sigue muy presente el nudo en la garganta sabes que te has acostumbrado ya a él y que no llorarás porque suena tu canción favorita.
(Madrid, 23 de enero de 2008)

2 comentarios:

natxolavapies dijo...

Pues ahí queda, publicado, para cumplir una vez más con las expectativas de la sra. Montalvo. Besos para ella y para todo el que lea.

Anónimo dijo...

Pues la Sr. Montalvo la ha leído, y como con la otra entrada, tiene esa doble sensación de placer, por lo bien escrito, y trizteza por el contenido.
Tu abuela me cae bien aunque sólo sea por su nieto, por lo que hizó y sigue haciendo para que seas siendo mejor persona.
Ahora te impongo la tarea (ya que me has dado ese poder) de escribir algo más esperanzador o más alegre. Seguro que lo encuentras.
Abelardo agradeció los recuerdos que le mandaste con los de RAIS.
Besazos guapetón.
Ana