domingo, 28 de junio de 2020


De concurso no es. Pero no se me olvida nunca esa foto. No se te ve la cara, y en mí, en lo poco que se distingue, no se percibe cómo los ojos peleaban contra las lágrimas queriendo hacer un poco más fácil el momento. En el abrazo ya es de noche, y mi manga larga colocolina no disimula que estaba empezando a acabarse el verano en Santiago para poder devolverme el que me dejé en Madrid en el viaje de ida.

Han pasado cinco años de aquella noche de despedida y celebración por lo vivido en más de veinte meses de Embalse del Yeso, de rafting del Maipo, de chelas de torobayo hasta perder la consciencia y huir de una pistola, de sandwichs que son hamburguesas en Nueva Providencia, de los días albinegros en el Monumental, de algún miércoles de after office en San Francisco, de Isla Negra y la Casa de Neruda (“una palabra entonces, una sonrisa bastan. Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto”), de Fognini y un baño en la playa en Viña del Mar, de algún fomingo por Barrio Italia, de alguna resaca con sueño en Algarrobo y alguna final de tu Sevilla campeón.

Después la vida me trajo el regalo de traerte a Madrid y cambiamos la Cordillera por una piscina en el piso 25 con vistas a Aravaca, la Kuntsmann por la Mahou, Valpo por Alcalá, y tu vida ajetreada de gimnasio y urracas por paseos de Mimi en los que te has hecho papá antes de que vayas a serlo.

Anoche, ya mucho tiempo después del primero (tal vez en el California o en el Mamut de Los Leones) volvimos a comer otro sándwich que esta vez sí pedimos como hamburguesa. Y me dio vergüenza pensar que todavía te debo un viaje a ver el belén de chocolate, el pantano más grande de Andalucía, la reserva de asnos más importante del mundo mundial y un carnaval de nivel superior al de Río. Bendito Río. Bendito nuestro paseo con lluvia por Cobacapana. Bendita nuestra tarde en Maracaná con camiseta morada. Y bendita nuestra noche en el Jockey Club del Hipódromo de Gávea. Bendito tú y tu descendencia.

martes, 7 de agosto de 2018

Pocas veces la vida (la mía al menos) se ha presentado tan intensa, tan profunda, tan bonita, con tanto sentido como aquella noche de hace un mes en la que sólo dejabas de llorar (tú que no lloras nunca) cuando me tumbaba de lado contigo en el suelo, ponía mi mano en tu lomo, o en tu carita de lápiz y te canturreaba canciones de Extremoduro y de Juanito Makandé y con tu silencio y calma, las lágrimas se venían a adornar mis ojos.

Después no volviste a llorar y nos sigues dando lecciones de fuerza, de amor, de felicidad ante las cosas pequeñas, desde tus quince centímetros de cicatriz y tus pequeñas carreras a tres patas con el rabo alocado porque has escuchado el silbido con el que te saludo cada viernes de reencuentro.

Sonó el teléfono. Si hubiese sido un número desconocido la llamada se hubiese perdido en los pinares del chiringuito La Gola o en las olas que este año no rompían Manta Rota. Pero eras tú. “Te voy a sacar de ese agujero negro en el que pasas tus días”. Y no sé si es tan negro pero el caso es que me has sacado. Sin despeinarte (porque hace años que el peine desapareció de tu cabeza) y con cinco mil euros que no sé de dónde salieron pero que te hacen escribir con tu habitual socarronería que soy tu fichaje estrella, sin pago de cláusula de rescisión, y que me vais a cuidar. Y sonrío descontando los días de Termibus en San Mamés.

Y me recuerdas que hacer el bien sale caro. Y sin saberlo me haces volver a sentirme. A despertar. A ilusionarme. A cerrar el puño derecho. A saborear la amistad muy por encima de la cuenta corriente. A quererme. A echar de menos Lavapiés. Y a empezar a querer el Valle del Cauca.

Y hay un abrazo que duerme mientras yo canto y tú lloras. Pero que despierta conmigo y me cuida eternamente camino de cumplir el sueño del cielo de Madrid

viernes, 11 de noviembre de 2016

Otra vez siento bajo mis talones el costillar de Rocinante, vuelvo al camino con mi adarga al brazo.

Aunque apetece una cabezada mientras el tren vuela Despeñaperros, el periódico me ha puesto los ojos vidriosos de Saramago y se acumulan emociones mucho más compatibles con las teclas de este nuevo portátil que con el confort del sueño.
Una chica que sonríe a mi lado lee en castellano, aunque antes escribía en un idioma extraño, tal vez alemán, en una modesta libreta. Me gusta la gente que sonríe. Me gusta la gente que escribe.

Empiezo a hacerlo otra vez después de algunas semanas duras en las que la adarga se quedó de nuevo escondida y al pecho descubierto sólo le quedaba opción de sangrar. Ahora sonrío yo. Me sigo reconociendo en estas pequeñas batallas perdidas contra el poder que me rodea. El poder doméstico de la gente mediocre que malvive agarrada a su silla imponiendo los privilegios que dan un cargo mal llevado, la piel de cordero de lobos hambrientos de miserias personales, la mentira que se coge antes que al cojo que escribe, la falta de escrúpulos sin la obligación de la despedida.

Gente con crucifijo en el cuello, vendedores de buenrollismo con palabras tan vacías como zafias. Gente que se asusta con Donald Trump, cuando son uno de ellos. No vale poner el grito en su cielo por los muros de Méjico cuando Melilla tiene una valla con concertinas (es trampa).

Cobardes que pelean cinco (más los que hagan falta) contra uno desde un castillo de vídeo en el que Dios habla, sus apóstoles obedecen y a mí, ahí abajo, me llegan cubos de agua hirviendo mientras su soberbia cava día a día su propia tumba.

El mundo da asco sí. Pero no da asco por lo que cuenta el periódico. Sino porque lo que cuenta el periódico es reflejo del hijo de puta que ahora mismo tienes al lado en tu oficina. Un tipo con tantas carencias que cuando cuestionas su doctrina sólo sabe ejercer la violencia contra ti. La violencia como ejercicio del poder. Del poder por poder. El mundo da asco porque este tipo te mira con suficiencia mientras se dedica a despreciar tu inteligencia (típico error por el que los soberbios acaban cayendo).

El tren ha parado en Córdoba y la chica se ha bajado. Seguirá sonriendo.

Yo también sonrío. Cada día más. Me siento libre y buena persona. Y soy más inteligente de lo que Dios cree, por eso hace tiempo que decidí preferir morir de pie tantas veces como haga falta.

Si puede ser, contigo, y con unas pezuñas que me despierten cada mañana.


Ladran, luego cabalgamos.

miércoles, 17 de agosto de 2016

Poco rato después de que nos hayamos levantado a quitar la luz del día, apareces. Suele llegar antes el sonido de las uñas de tus pezuñas. Después tu cara afilada vence a una puerta que sabes que se deja ganar con un pequeño esfuerzo. Aparecen tus ojos fijos que casi hablan. A veces se detienen a analizar la situación y otras, directamente ponen el punto de mira en el lado de la cama en el que buscarás caricias impulsando al pequeño vagón que tienes por cuerpo a ladearse a un lado y otro para aprovechar el mínimo hueco que te permite entrar en la habitación.

Ahora se escuchan más fuertes tus pezuñas, y tal vez nos despiertas. Aunque sabes que tu lado, el que te cuida, el que realmente te llena y te hace feliz está pegado al lateral de la puerta, a veces juegas con ventaja buscando mimos nuevos y menos exigentes, y es entonces el rabo golpeando la pared el que introduce nuevos ruidos que sustituyen a tus pisadas. Ante cualquier descuido (o ante la mayor bondad que hoy parecen tener los ocupantes de la cama) apoyas tu cabeza en el colchón y en los días más animosos te animas a subir una pata (o incluso dos) a las sábanas. Sabes que estás pasando el límite y que pronto escucharás su voz, pero el riesgo merece la pena una vez más.

Si la voz es fuerte esperas en la habitación de al lado, o vigilas en las inmediaciones de la puerta próximos movimientos, siempre tumbada, siempre generosa en tus esfuerzos por aguantar tu pis. Si la voz fue más suave buscas el hueco que queda entre la ventana y mi lado de cama y descansas después de resoplar placenteramente incluso sabiendo que hay peligro de que te pise cuando me despierte sin saber que te has quedado ahí.


Es entonces, cuando por fin me levanto en esta novedosa paz que me hace dormir las horas que nunca dormí, cuando mi cuerpo gruñe y tiembla feliz y siente las ganas de despertar con tus ruidos cada mañana.

lunes, 18 de julio de 2016

Un  día de estos a la niña voladora le da por no volar sola y la factura del hotel nos da la gloria que parece confirmar que lo que antes otros te hicieron son cosas que ya no te pasan. Y hago una estrategia que dibujo con dos letras en tu espalda mientras sonríes y abres la cadena y entran las maletas en tu casa.

Y lloro tranquilo y sonriente mientras tomo un café y un rabo juega a darme los buenos días, se sienta a mis pies buscando el aire fresco de tu jardín y no deja de mirarme con cara tierna.

Cierro la maleta y te despierto por última vez, y te escucho un “quédate” con esa voz más infantil que de costumbre que te aparece cuando estás dormida. Y se me rompe el alma de alegría y pena.

Esta calle recta por la que avanza tu coche me vuelve a traer las mismas lágrimas tranquilas y sonrientes y tengo que secármelas cuando al fondo veo la rotonda que me hace cambiar de sentido para pasar por una casa en la que compartimos cervezas, ladridos, macarrones y huevos, y una intimidad que no sé si merezco pero que me hace sentir cómodo y feliz por encontrar un sitio que me parece mi sitio y en el que agradezco la bienvenida sincera, sin filtros ni frenos. Y hay una sonrisa de fondo que ha aprendido mi nombre y que me busca cuando volvemos a encontrarnos por la noche para que la lleve a hombros a saltar olas.

Esa intimidad y pasión de mar irrefrenable deja mis labios con sal, besos y algún mordisco suave (y no tan suave) y me lleva a una piscina donde de repente (tras tantas luces apagadas y tantas manos entre tu cara y la mía cuando te miro) tus ojos se hacen presentes y por primera vez, olvidan por completo tu momento y me dicen que me quieren sin miedos ni reservas. Y en ese momento me pareces aún más bonita y tus ojos, tan lindos por fuera, me dejan entrar en ti y comprobar que tu alma ya no está anestesiada aunque a veces siga necesitando sólo dos horas de planificación anticipada que después llevan a parar el reloj cuando te desnudas poquito a poco y me trepas. Y yo me desboco.

domingo, 3 de julio de 2016

Una mariposa te abraza en la siesta y deshace el nudo de las siete y media. Tu madre (larga, como una rubia en Argumosa que se da cuenta de su mano en tu tobillo) vence pesadillas y hoy también sonríe al pensar en la frecuencia de tus viajes de trabajo y en conciertos de Loquillo con unos amigos de Madrid.

Para la lavadora y mientras tiende junto a la ventana en la que no le dejabas abrazarte para no descontrolar una cena con maltrato de camarero, tu sonrojo le sonríe desde la cama y dos latas de cerveza que no son de mahou, brindan por un rato de playa en el que Mil soles espléndidos acompañarán vuestra arena mientras te apoyas en su pecho y disfrutas del silencio de Tombuctú.

El teléfono trae dolor, intimidad, complicidad e ilusión pidiendo a cambio sólo unas pocas horas de sueño. Son las horas que no dormís cuando le desabrochas la camisa por primera vez y te sientes tranquila, segura, confiada y querida en esos brazos que hace unos minutos abrazaban tus bloqueos y alejaban los fantasmas de tu infancia para que sientas que las cosas que otros te hicieron son cosas que ya no te pasan.

Entra la luz que anoche pretendía ocultar la perfección de tu cuerpo y tu cintura, y la vergüenza cuando te mira un par de segundos seguidos, y lejos de desear que se vista en el baño y se vaya en silencio, le pides que llegue tarde al trabajo. Y te mueves y tiemblas con su mano en tu sexo.

Él aguanta las lágrimas hasta justo el momento en el que se da la vuelta sin ni siquiera verte marchar, después de un beso fugaz en una columna al lado de un baño. Y antes de que pase un minuto tu whatsapp le dice que le echas de menos.

Aquella noche, la primera de complicidad tras tantos años, supo que algo inesperado, sorprendente y especial le había ocurrido a su vida sin saber bien cómo ni por qué. Varias noches después, varias horas de sueño que no volverán, tu alma poco a poco abandona la anestesia y tu piel se convierte en una chapa que un día de estos acabará en una vuelta al mundo (no sin ella, siempre con ella cantándole Lirín, lirán, li liri lirán lirón…). Por donde tú brinques también yo brincaré.

jueves, 16 de junio de 2016

Mientras intentas unir este mundo de miseria que a veces tanto extraño con este otro de business school que me desgasta, mi mirada se ha desviado al mapamundi que hay en la pared de tu despacho. Un skype me obliga a volar a un Santiago de invierno que no quiero y un whatsapp pisa un freno (que pronto dejará de ser frenado) de un tren camino al sur.

Te oigo dejar de hablar y preguntarme que a dónde está viajando mi cabeza; es el signo de años de complicidad, respeto y admiración mutua, gestionando penas con estilos tan distintos. Creo que te contesto vagamente. Mi cabeza estaba lejos sí. No sé si en Nairobi, en Culatra, en Tulum, en La Habana o en San José, pero viajaba. Viajaba porque andan midiendo fuerzas la necesidad y el deseo para decidir cuál me obliga antes a salir de este Madrid plomizo que lleva meses estrechando mente, miras y energías.

Vuelvo a la conversación y nos enredamos en mis eternos empeños por las no sanciones y por no dar la importancia que no tiene a que Justo tenga DNI. Y me sonríes reconociéndome en mi espíritu indomable que nunca se va, cuando me quito el jersey y aparece mi camiseta con sus letras de NO PIENSO callarme. Esas discusiones me hacen revivir tanto como un viaje con mechero y peluche, y me recuerdan las ganas de mar y las desganas del juego de tronos que vivo cada mañana cuando yo no tengo ganas de luchar (ni de que me luchen).

Será que es el mejor momento para dogcafés. A ver si topo contigo y te equivocas.

domingo, 1 de mayo de 2016

Te quiero.

La juguetona memoria de un niño de seis años, me recuerda abrazándote e intentando consolar el desconsuelo de una mujer muy alta de veintinueve (supongo que mi abrazo no pasaba de tu cintura). Olía a fábrica de galletas y una cinta de La Trinca o de Aute peleaba contra el silencio de aquel día esperando a que llegase la mudanza.

Luego, por las noches, te oía llorar la pérdida de nuestros padres desde mi cama.

El tiempo pasó y la misma fuerza que tuviste para estudiar una carrera difícil mientras nacían tres hijos, la tuviste para convertir aquella pequeña ciudad en una vida nueva para todos. Seguía oliendo a galleta, pero yo ya podía jugar a perder unas llaves a la semana en los lodazales que se formaban en la carretera de Almaraz; aquellos años en los que me tocó ser un poco menos niño de lo que era mientras sorteaba agujas con sangre en el Parque de la Marina.

Tal vez después llegó la paz, aunque yo la viviese en un Auto-Res de viernes domingo, y poco a poco pudiste disfrutar de pequeños viajes (que luego se hicieron tan grandes como para tocar el fin del mundo en Ushuaia, una manada de elefantes en el Kruger Park, las ruinas más bonitas del mundo en el Valle del Inca, o los glaciares de ese Chile que tanto sufriste y de esa Noruega que llegó tras un día de fiesta medieval).

Fuimos a más entierros. Crecimos. Con nuestros grandes pequeños defectos. Pero, siempre pensaste que eran más pequeños que grandes. A ratos pudiste dejar de sufrir y de tener pesadillas por las noches pensando en mi rodilla, o en los ratos malos que pasamos cada uno de nosotros.

Y por fin pudiste desatar las cadenas de un tablero de dibujo y reivindicar tu alma de zoóloga, de guarda forestal, de amante de perros y aves. Y entonces llegó tu cámara que siempre mejoró desde entonces hasta el punto de hacer unas fotos perfectas que parecen magia. Por fin pudiste tener un bercial, tu pequeño mundo lejos del ruido y de las preocupaciones que aun así nunca dejan de preocuparte del todo. Y por fin la calma del Atlántico, de un alcaudón con gambas.

Creo que nunca te di las gracias suficientes. Entre otras cosas porque es imposible poder agradecer tanto amor. Por dejarme crecer libre y confiar siempre en mí. Por recogerme, cuidarme, abrazarme y curarme cuando esa libertad y confianza se transformaba (se transforma) en un gran dolor. Por tantas noches al lado de mi cama de hospital, por tantos días de viaje hasta el médico o hasta alguna sala de rehabilitación. Por hacerme una persona exigente y responsable (perdona sin alguna vez te lo reproché). Gracias en fin, por ponerme siempre delante de ti.

Te quiero.

miércoles, 23 de marzo de 2016

No eres tan bonito, ni traes primaveras.
No me das más besos, hasta siempre abuela.
No traes jueves santo de playa
Ni de road trip, tierras castellanas.
No traes ganas de Australia.
No traes mi deseo al soplar
(te lo llevas tan pronto…),
no traes velas de julio.
No traes casa nueva, ni verano de mayas.
No traes más canciones con me gustas que queman.
No traes más mentiras ni Darte mi vida.
No traes cosas buenas.

No eres tan bonito, ni traes primaveras:
tengo frío,
tengo lluvia en los ojos.


Ganaremos.

lunes, 14 de marzo de 2016

Está tranquila, parece que cómoda, con una cara que cada vez es menos la suya pero que sigue derrochando bondad.

Tiene pijama de hospital y por único cable el que la une al oxígeno que desde hace tantos años juega a mantener su vida y su consciencia. La boca abierta (que apenas come tres cucharadas de yogur al día) y algo rígida, ya casi sin dientes podridos. Está limpita y suave y dan muchas ganas de abrazarla. Se despierta cuando entro (tal vez ya estuviese despierta, pero me gusta más pensar que se ha despertado al oír la voz o al oler el olor de su nieto favorito). Abre los ojitos, con un esfuerzo tan encomiable que se me hace un nudo (otro) en la garganta. Me pongo muy cerca de ella para que me vea. Aunque sólo vea una mancha, sé que sabe qué mancha soy. Le saco la manita de debajo de las sábanas, y aunque no haga fuerza, la acomoda para que pueda acariciarla.

Me acerco al oído derecho, ése que se supone que todavía es capaz de percibir algún sonido y grito en el silencio cruel de esta enfermería: “te quiero”, “te quiero mucho”, “gracias por todo”.


Lloro.